miércoles, 1 de julio de 2015

EMOCIÓN


Hace ya unos cuantos años –no diré exactamente el número para no dar pistas acerca de mi edad ya nada envidiable -, me ganaba los garbanzos como controller estratégico en una notable escuela de negocios de Madrid. Por si a estas alturas de la película alguien anda un poco flojo con el inglés, las traducciones al español que Wordreference.com hace del término controller son “interventor”, “director” y “controlador”.

En justicia, o por lo menos en mi experiencia desempeñando dicho puesto en esa organización en concreto, no se trataba de que interviniera el trabajo de otras personas y mucho menos que las dirigiera. En primer lugar porque, al ser profesionales de su función, la desempeñaban mucho mejor de lo que mis compañeros controllers o yo mismo pudiéramos haberlo hecho. Y en segundo lugar, porque intervenir en un proceso equivale a sacrificar la pureza del control sobre el mismo. Y cuando hablo de control no lo hago desde la fiscalización, sino más bien desde la supervisión y el apoyo.

Ahora sé que da lo mismo cuáles fueran mis intenciones o mi visión particular del cometido. Lo realmente importante es lo que mis compañeros percibían en aquellos momentos, así como la retroalimentación que producía en mí, y las consecuencias perversas que ello tenía en nuestra relación profesional y personal.

No recuerdo quién dijo que un controller es algo parecido a Darth Vader: alguien poderoso que una vez estuvo en el lado bueno, pero que en un momento se vio tentado por el reverso tenebroso de la fuerza, y ahí se quedó. Es evidente que yo no iba por los pasillos con capa negra, casco intimidatorio y respiración asmática como el bueno de Anakin Skywalker, pero lo que puedo asegurar es que el resto de la empresa me miraba como si fuera a aniquilarles desde la Estrella de la Muerte si osaban contrariarme.

No puedo dejar de esbozar una sonrisa cuando recuerdo aquellos años. Me viene a la cabeza una mañana en concreto, cuando me resultó difícil reprimir las lágrimas delante de mi directora. Lo que me hacía muy desgraciado en ese momento no eran los horarios más que dilatados –por aquel entonces culpaba a la empresa de injusta e inhumana, hoy sé que era un problema mío de “workaholismo”-, ni la presión de los objetivos y las reuniones desagradables; lo que me dolía era que los que pocos años atrás habían sido compañeros queridos, divertidos colaboradores y cómplices en alguna salida nocturna, ahora me odiaban, me temían y me insultaban detrás de cada esquina. ¡Dios, qué patético! ¿Te imaginas a Darth Vader haciendo pucheritos porque en realidad a él no le gusta ser malo?

Pero no es mi intención aburrirte en este artículo con mi biografía. En realidad uso esta anécdota para ilustrar, de modo más o menos gráfico, que lo que hacía vivir tensas e infelices a un montón de personas, empezando por mí mismo, era precisamente lo que por entonces me esforzaba en negar: el carácter profundamente emocional del ser humano. Siempre. Desde que nos levantamos. En cualquier caso, entorno y circunstancia. En el ámbito personal, y, especialmente, en el profesional.
Y no quería verlo así porque se suponía que la emoción, esa “cosa” tan pegajosa y sensiblera, no debía estar presente en un trabajo, y menos en una función de referencia y de poder, como allí entendíamos todos la figura del controller. A fin de cuentas, ¿quién no ha oído lo de “…a esta empresa se viene llorado de casa”? ¿O lo de “…aquí las emociones se las deja uno en la puerta”? Menuda estupidez.



¿Alguna vez has pasado una mala noche por causa de un problema de trabajo? ¿Y eso por qué? ¿No hemos quedado en que lo profesional y lo personal están bien delimitados lo uno de lo otro? Y por buscar el ejemplo contrario, si tu hijo estuviera en este momento en el hospital o tú estuvieras en medio de tu propio divorcio, ¿estarías en condiciones de rendir al cien por cien en tu puesto?

Por supuesto que no. Y no puedes porque el ser humano no puede elegir serlo o no en relación a dónde esté en cada momento o lo que esté haciendo en cada instante. El ser humano es un aparato complejo, lleno de componentes físicos que hacen cosas predecibles y que podemos cuidar y entrenar, pero que se engarzan entre sí y se lubrican mediante otros componentes que no son tan conocidos, que son subjetivos, que difieren de una persona a otra y que cambian su composición en virtud de las circunstancias.
Precisamente por eso es tan difícil alinear y motivar personas. Porque cada sujeto está repleto de subjetividades que le impelen a hacer cosas o le disuaden de ello; y además dependen de tantas variables que, si quisiera conocerlas todas, debería  convertirme en el propio sujeto, con su historia, sus experiencias, logros, prejuicios y situación contextual exacta. Y ni siquiera así, puesto que a veces todos hacemos cosas que ni siquiera nosotros mismos somos capaces de explicar desde un punto de vista lógico.

Esto es el fundamento de algo que los coaches conocemos bien, y llamamos carácter tridimensional del ser humano. Algo que no podemos ignorar si queremos ayudar a una persona o una organización a recuperar el equilibrio, y que en mi opinión debería explicarse desde la educación primaria para que nunca se dejara de tener en cuenta.
Y digo equilibrio porque se trata precisamente de eso. De lograr la armonía mediante el contrapeso de fuerzas que operan, seamos conscientes o no de ellas, con gran influencia en nuestro día a día.

Una forma sencilla de verlo es un ejemplo que uso con frecuencia en los talleres que facilito, y consiste en imaginar a una persona como si fuera una mesa que reposa sobre tres patas. Es evidente que cualquier mesa del mundo necesita al menos tres patas de la misma longitud, si deseamos que las cosas que ponemos encima no se caigan al suelo. Vale, excluiré del ejemplo los mostradores, las mesas atornilladas a la pared y algún artilugio sueco de diseño imposible, pero estarás de acuerdo conmigo en que la mayor parte de las mesas del Planeta Tierra tienen al menos tres patas iguales.
Pues, siguiendo con la metáfora, el ser humano es la única mesa que pretendemos que se mantenga en equilibrio sobre una sola pata. Sí, es cierto que tiene tres, pero por algún extraño motivo cultural o herencia social ponemos casi toda nuestra atención en una de ellas, tenemos en cuenta sólo de forma relativa a la segunda y nos olvidamos deliberadamente de la tercera. Una locura, ¿verdad? Porque si hipertrofio una de las tres patas en detrimento de las otras dos, ¿cómo puedo pretender que el sistema esté en equilibrio? Buena pregunta.

La pata hipertrofiada es nuestro componente intelectual. Nuestra capacidad de pensar, reflexionar, establecer vínculos complejos entre los sucesos y sus consecuencias; nuestra habilidad para resolver problemas, coordinar acciones y contextualizar los resultados. El arte, la creatividad, el humor, la espiritualidad, la consciencia acerca de la propia extinción, el concepto de trascendencia. Y, por encima de todos ellos, el lenguaje, la meta herramienta suprema que nos distingue como humanos.

Ésta es una pata muy estudiada, conocida y premiada. Al menos en la sociedad occidental contemporánea, un buen desarrollo intelectual es habitualmente sinónimo de éxito social y económico, y por ello nos sacan de nuestro hogar en los primeros años de vida y se nos somete a un proceso de estudio y competitividad que no finalizará hasta nuestra muerte. Por eso disfrutan de más prestigio social las profesiones con título que las que no lo tienen, y por eso tienden a subir en las organizaciones las personas más capacitadas en lo técnico, aunque frecuentemente sean analfabetas en lo relacional.

Para continuar con el ejemplo de la mesa, nuestra pata intelectual mide dos metros de altura. Lo que viene a significar que, si las otras dos patas no tienen la misma longitud, el equilibrio se verá muy comprometido… y eso es exactamente lo que pasa.

La segunda pata tiene que ver con nuestro cuerpo. La mente no puede existir sin un habitáculo físico, así que la relación entre ambas extremidades es obvia. Sin embargo, aunque los tiempos están facilitando y promulgando un culto al cuerpo que hace pocas décadas no existía –piensa en las empresas que empiezan a tener gimnasio en sus sedes, o en el moderno mobiliario de oficina, tan ergonómico y cuidado-, lo cierto es que la atención y el tiempo que le dedicamos a nuestro propio cuerpo, más allá de hacer una dieta o de correr por las mañanas, está muy lejos de compararse con el que le prestamos a nuestro intelecto. Esto no siempre es así en los casos individuales –me vienen a la cabeza los apolíneos cuerpos de Hollywood-, pero indudablemente sí es así en lo social y organizacional. Y si no te lo crees, corre a pedirle a tu jefe que dediquen ese despacho vacío de la cuarta planta a un gabinete de masajes o a un jacuzzi y verás lo que te dice. Te apuesto un pincho de tortilla y una caña a que la frase termina en “ulo”.



Así que ya tenemos una mesa que se apoya en una pata de dos metros y en otra de, pongamos, noventa centímetros. Si buscábamos el equilibrio, parece que no vamos por buen camino.
¿Y qué sucedería si la tercera pata no solamente estuviera menos atendida que las otras, sino socialmente mal vista? ¿Cómo nos educarían si la sociedad pensara que esa pata sólo es útil en la intimidad, pero contraproducente en lo profesional y muchas veces en lo relacional? ¿No es esquizofrénico pensar que una parte de mí es buena, sana y constructiva con mis padres, pareja o hijos, pero no debo mostrarla con mis colaboradores, jefes o clientes porque me hace vulnerable?

La tercera pata es lo emocional. La palabra emoción es habitualmente confundida con otros términos, como sentimiento o estado de ánimo, pero no significan lo mismo. Por ejemplo, aunque el sentimiento de una persona por su pareja sea “amor” (algo profundo, consciente, estable, macerado a lo largo de años de convivencia y complicidad), ello no sería incompatible con sufrir en un momento determinado una emocionalidad de “celos” (visceral, súbita, breve, instintiva); y también esa persona podría decidir no hacer caso a dicha emocionalidad simplemente recordando los lazos de confianza que le unen con su pareja, es decir, elegiría su estado de ánimo. Aunque parezca lioso y todos estos conceptos tengan muchas zonas comunes, no son iguales.

Me gusta quedarme con la definición etimológica de emoción: e-motĭo, que en latín significa literalmente “lo que me mueve”; es decir, lo que me lleva hacia algo.  Pues lo curioso es que esta tercera pata, que tiene una importancia capital en las acciones y resultados, no sólo está descuidada sino socialmente inhibida. Está mal vista, no parece útil, y usualmente nos sentimos incómodos con ella, especialmente cuando nos desenvolvemos en el área profesional.

Si quieres comprobarlo, haz un reconocimiento positivo a algún compañero de trabajo cuando no se lo espere –bastará un simple “me encanta cómo haces tal o cual cosa”, o un “¡qué bien te sienta ese vestido!”-; verás cómo de repente esa persona se siente en un pequeño compromiso, y le resultará extraño haber recibido ese regalo sin contrapartida aparente. Eso es porque desde niños tenemos programado en la cabeza que, mientras que el reconocimiento negativo –el insulto, la bronca, la descalificación- es frecuente, sea merecido o no, el reconocimiento positivo “gratis” no existe, es decir, que si alguien nos dice algo agradable es porque quiere algo a cambio.

Ésa es la razón por la que tantas veces escucho lo del “…para qué le voy a decir que lo hace bien, si le pago para que lo haga bien…”, o lo del “…no pienso felicitarle, no vaya a ser que se lo crea…”. Buff, parece que a fin de cuentas Darth Vader sí existe…

El ser humano es un sistema tridimensional. Si una de las tres patas sufre, las otras se verán afectadas, así como el equilibrio final. Si esta noche no duermes –pata corporal-, mañana no estarás en tu mejor momento intelectual ni emocional. Si el lunes te juegas algo importante en un examen –pata intelectual-, te verás sujeto a tensión o ansiedad –pata emocional-, que tendrán como consecuencia resultados corporales –insomnio, ardor de estómago…-

Esto es una verdad como un templo, y no es negociable. Da igual si no crees en lo emocional o lo subestimas; es una realidad, actúa sobre ti y sobre el resto, y nos condiciona a todos. Tus colaboradores son seres emocionales, tanto como tu pareja e hijos, y al igual que tú conseguirán logros importantes si se sienten reconocidos y felices, y funcionarán a remolque si sólo obtienen recriminaciones y amenazas, explícitas o veladas.  Todo el tiempo que una persona dedica a defenderse se lo resta a producir o a crear.
No te quepa duda. Organizaciones más felices son organizaciones más productivas, que obtienen negocio y resultados donde otras no llegan. No se trata de alimentar un clima buenista y exento de responsabilidad, pero piensa que en las empresas el sistema espartano quedó muy atrás, al igual que la máquina de escribir y el disco de vinilo.

Si el principal problema empresarial del siglo XXI es la retención del talento, ¿qué estás haciendo tú exactamente para que no huya el tuyo?

Continuará...


Escrito por Iván Yglesias-Palomar para TALENTO.


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